Encima de mi cuarto tengo un perro que ladra todo el rato. Siempre estuvo ahí. Es el perro de mi vecino, amigo de mi hermano Julio Draco e intercambiador de frases banales en sitios tan cotidianos como el ascensor y el recibidor de nuestro común bloque de edificios.
Digamos que el perro tiene más derechos que yo. Por dos razones: La primera es que cuando me mudé a este piso él ya estaba. La segunda es que es un perro bastante noble y que tal y como somos los humanos, merece más respeto que yo. Ya lo apuntó Lord Byron: “cuantos más hombres conozco, más quiero a mi perro”.
Lo que me extraña del asunto es que el perro (un cocker marrón canela y con nombre de pintor) ladré a estas alturas del panorama, ya qué durante el decenio de años que llevó alojado en la casa sus ladridos han sido esporádicos y nunca han sobrepasado unos pocos segundos, lo que hacía de la convivencia entre él y yo un asunto poco molesto, llevadero y agradable.
Aunque ahora que lo pienso bien, el perro no ladra exactamente, sino que emite unos sonidos angustiosos, tipo lamento, lloro, o como se quiera llamarle.
Entonces la cosa es que yo me encuentro estudiando (o por lo menos intentándolo) y oigo a este puritano ser con su interminable quejido, prolongado horas, sin que la voz de su amo lo acalle (yo no sé donde se mete) y algo por dentro de mí brota en forma de lástima.
Y me pregunto si estará bien. Y el perro sigue llorando, entonces llamó a Julio que también lo oye y como verbalmente es un bruto quiere subir y cortar el problema de raíz. Es decir, a escopetazos. Y yo le digo que está loco.
También le digo que por qué no nos lo bajamos para que esté contento y en ese momento el vecino se levanta de la resaca (ahora sé donde se mete) y el perro infeliz deja de llorar. Suspiro aliviado.