
Virgen de Lourdes
Había pasado mucho tiempo desde entonces. O por lo menos él había vivido mucho. El castillo de aquella ciudad francesa quedaba insignificante al lado de la majestuosa catedral, que se atisbaba a inicios del camino. Había pasado una semana desde que abandonara la frontera con España y se internara por las verdes praderas del sur francés. El viaje había sido cómodo. Todo lo cómodo que es un viaje a pie. Ya todo importaba poco. La comodidad siempre fue para él un segundo plano.
Su nombre era Tomás, llevaba un pañuelo morado en la cabeza y viajaba solo. Nadie sabía dónde estaba. Muchos le creían escalando, o de aventuras como siempre hacía. Pero esta vez algo dentro de él le impulsaba a realizar un viaje que desechaba todo lo que había buscado o creído importante anteriormente. Este era un viaje diferente. Un viaje hacía sí mismo. Un viaje a su interior.
Avanzaba por la estrecha carretera sin querer ir al santuario de golpe. Prefería conocer antes la ciudad y si podía ser el castillo. Los coches le venían de frente. Iba por el carril contrario porque así era más fácil ver el vehículo. Extraña paradoja. A unos pocos metros empezaban las primeras casas. En una de ellas un pintor remataba la fachada.