
Me fui a ver el amanecer.
Empezó como empiezan todas las historias. Amiga de una amiga, un pueblo en fiestas y una mirada. No hizo falta hablar más. Al menos por mi parte. Ella era de cabellos cobrizos y con cara de niña traviesa. Yo tenía ojos grises de perro ciego. Ojos grises de quién no quiere ver, porque no le gusta lo que ve. Caí en su hechizo mucho antes de poder admitirlo. Yo sabía que también le gustaba, me lo susurraban sus ojos color avellana, y nos buscábamos con la mirada. Bailé varios tangos con el ron antes de convencerla para que a solas se encontrara conmigo. Estaba nervioso. No sabía por dónde empezar. Me convencí a mí mismo que mi punto fuerte era improvisar. Improvisa, improvisa, me repetía. La única forma de resultar creíble era ser creíble, era contar la verdad. Cuando quise pararme a pensar ya estaba lejos de allí. Vi la escena como si en vez de yo, estuviera hablando otro. Me veía a mí mismo hablando con ella. Intenté abalanzarme sobre mí, sobre mi yo impostor que estaba a punto de vender mi alma a aquella mujer. Le dijo. Me gustas. Lo volvió a decir. Me gustas mucho. Y ella dijo. Tú a mí también pero… Un céfiro barrió mi visión de la escena desde fuera. Ya estaba otra vez dentro, frente a frente mirándola a los ojos avellana. Pero… ¿qué? Agacho la mirada, y esquivó la mía. No puedo, ahora no… Le cogí la mano y le dije. Es por él… Me dijo que no era por él, pese a preguntar si estaban juntos. Cuando le pregunte si lo habían estado no me dijo nada. Cuando pregunté si le había pegado siguió sin decirme nada.
Sigue leyendo