Y aconteció que cuando el sol ya se había puesto, hubo densas tinieblas, y he aquí, apareció un horno humeante y una antorcha de fuego que pasó por entre las mitades de los animales.
Génesis 15:17
Una figura torpe se movía fatigosa en la oscuridad. Portaba una enorme antorcha y su sombra dibujaba una cojera tosca, repulsiva y deforme. No era su único defecto; un hombro más alto que otro y una pequeña joroba componían una imagen grotesca en mitad de la neblina nocturna.
Nadie le llamaba el Jorobado. Ni siquiera el personal del servicio —parlanchín y propicio a los chismorreos— murmuraba a sus espaldas. Nadie se atrevía. Las últimas burlas de sus andares fueron proferidas por una niña que tenía la misma edad que él en aquel entonces, once años. Fue mandada azotar hasta casi desollarla viva. No llegó a morir porque el Rey paró la carnicería. Recompensó generosamente al padre de la criatura a cambio de silencio.